Quijorna, 23 de marzo de 2023
“El nitrógeno de nuestro ADN, el calcio de nuestros dientes, el hierro de nuestra sangre, el carbono de nuestras tartas de manzana fueron fabricados en el interior de estrellas en colapso. Estamos hechos de materia estelar.”
— Carl Sagan
Hay noches que no se olvidan. No por lo que ocurre en la tierra, sino por lo que se revela en el cielo.
Llevaba días observando con cierta resignación cómo las nubes tapizaban el firmamento, resistiéndo a levantarse. Vivimos bajo un cielo compartido, pero rara vez somos conscientes de que, por encima de nosotros, cada noche se despliega un teatro de prodigios. Solo hace falta paciencia. Y algo de suerte.
Hace unos días, el universo me concedió ese regalo.
Durante apenas unos minutos, las nubes se abrieron como quien entreabre una puerta, y por esa rendija se coló la luz de una historia antigua. Tenía al SW 80ED preparado. Había estado siguiendo las noticias astronómicas: una estrella de la galaxia M108, situada a unos 83 millones de años luz de nosotros, había explotado en una supernova.
Detengámonos un momento en ese dato. Ochenta y tres millones de años luz. Eso significa que la luz que vi aquella noche —el leve destello de esa estrella moribunda— partió hacia nosotros cuando la Tierra era un mundo muy diferente. Los continentes estaban en otras posiciones. Las primeras plantas con flores apenas comenzaban a aparecer. Los dinosaurios dominaban aún los paisajes. Todo lo que somos —civilizaciones, lenguajes, recuerdos— estaba aún por escribirse.
Y sin embargo, esa luz ha viajado sin cesar, sin detenerse, atravesando el abismo oscuro y silencioso del espacio, hasta llegar a mis ojos. ¿Cómo no sentir vértigo ante semejante prodigio?
Las supernovas son el final violento de ciertas estrellas, pero también son el origen de nuevos comienzos. Porque en esa explosión se liberan los elementos que darán forma a otros mundos, otras estrellas… y quizás otras vidas. El calcio de nuestros huesos, el hierro de nuestra sangre, el oxígeno que respiramos, el carbono de nuestros cuerpos… Todo fue forjado alguna vez en las entrañas ardientes de una estrella que murió de este modo.
Somos, en el sentido más literal, hijos de las estrellas.
Aquella noche, al apuntar el telescopio, no solo encontré la supernova. En el mismo campo de visión apareció la nebulosa M97, conocida como la Nebulosa del Búho. Otro eco de muerte estelar, aunque de naturaleza distinta: lo que vemos allí es el envoltorio gaseoso dejado por una estrella moribunda mucho más modesta, al final de su vida. Una despedida silenciosa y hermosa.
No pude evitar sentirme como un testigo privilegiado de un ciclo eterno: la muerte de una estrella lejana, la herencia química que deja tras de sí, el futuro que está por venir.
Capturé 54 imágenes de 80 segundos cada una. No es necesario ser astrónomo profesional para realizar estos registros. Basta un pequeño telescopio, una cámara y una mirada entrenada en la paciencia. Pero lo más importante que me llevé no cabía en una fotografía. Era la sensación profunda de estar conectado con algo inmenso, hermoso y sobrecogedor.
A veces olvidamos que estamos viajando en un planeta diminuto, suspendido en un rincón oscuro de una galaxia cualquiera. Olvidamos que el cielo que vemos es solo una minúscula parte de un universo mucho mayor, lleno de historias esperando ser contadas.
Aquella noche, cuando las nubes regresaron y ocultaron de nuevo el cielo, sonreí. Ya había visto suficiente. Sabía que esa luz, que tardó 83 millones de años en alcanzarme, había encontrado en mí —en nosotros— un refugio inesperado: una conciencia capaz de contemplarla y maravillarse.
Porque mirar las estrellas no es solo mirar hacia fuera. Es, de alguna manera, mirar hacia dentro. Hacia lo que fuimos. Hacia lo que somos. Hacia lo que, quizás, podríamos llegar a ser.
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