Hay noches en las que el cielo se convierte en una puerta.
No una metáfora… una puerta real, abierta a lo inmenso.
Y si sabes cuándo mirar, y hacia dónde, la Tierra misma parece apartarse un poco, como si nos dijera:
“Mira más allá… hoy puedes ver más lejos.”
A ese momento lo llamamos la Temporada de Galaxias.
Un tiempo mágico que ocurre entre marzo y mayo, cuando nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, deja de cubrir gran parte del cielo nocturno… y nos permite ver más allá de sí misma.
Ver otras galaxias.
Otros mundos.
El Triplete de Leo
Dentro de esta temporada hay un espectáculo que siempre me ha fascinado:
el Triplete de Leo.
Tres galaxias —M65, M66 y NGC 3628— compartiendo un mismo campo de visión.
Tres formas distintas de ser.
Tres historias escritas con estrellas y gas.
Se encuentran en la constelación de Leo, a unos 35 millones de años luz de distancia.
Eso quiere decir que la luz que hoy recibimos partió de esas galaxias cuando los dinosaurios aún caminaban sobre la Tierra.
Cada fotón que entra por el ocular del telescopio ha recorrido un viaje más largo del que nuestra mente puede imaginar… y aún así, llega.
Y al llegar, cuenta una historia.
Tres formas de existir
Primero está NGC 3628, también conocida como la Galaxia Hamburger.
La vemos de canto, con una gruesa banda oscura de polvo que la atraviesa.
Es sobria, elegante… como una sombra cósmica suspendida en el vacío.
Luego está M66, una galaxia espiral con brazos caóticos, retorcidos, asimétricos.
Tiene regiones de formación estelar que brillan en tonos rosados, como fuegos artificiales congelados en el espacio.
Pero algo no encaja: su núcleo está desplazado. Sus brazos, torcidos.
¿La razón? La atracción gravitacional de su vecina.
Y por último, M65, una espiral más ordenada, más clásica.
Con un núcleo prominente y brazos que parecen dibujados con compás.
Es la más serena… pero no menos protagonista.
Una danza de gravedad
Estas tres galaxias están interactuando.
No como nosotros interactuamos, claro. Ellas lo hacen a través de la gravedad, en una danza que se extiende por millones de años.
Se atraen, se deforman, se empujan y se transforman.
Y lo que vemos hoy, no es el principio ni el final… es un instante.
Un fotograma de una película cósmica que se proyecta en cámara lenta.
Y lo más hermoso: están cambiando juntas.
La una influye en la otra.
Como nosotros, cuando vivimos en comunidad.
Como los planetas que forman sistemas.
Como las ideas que cambian con el roce de otras ideas.
Una noche en Quijorna
Recuerdo la noche del 19 de marzo, en mi patio en Quijorna.
Era tarde, el aire frío. Y el cielo… despejado, profundo, generoso.
Apunté mi telescopio al Triplete.
Y en ese momento comprendí que observar el universo no es sólo mirar estrellas.
Es ser testigo de historias.
Historias de encuentros y deformaciones.
De atracción y transformación.
Y sobre todo, historias de espera.
Porque esa luz, esos fotones, tardaron 35 millones de años en llegar hasta mí.
Y lo hicieron justo esa noche.
Justo a ese telescopio.
Justo a mí.
Vivimos en una galaxia.
Pero no estamos solos.
La Temporada de Galaxias nos lo recuerda.
Nos invita a mirar más allá, a buscar en el cielo no sólo respuestas, sino también preguntas más grandes.
Porque cada vez que levantamos la vista, cada vez que conectamos nuestro corazón a lo que hay allá afuera,
nos damos cuenta de algo simple, pero profundamente transformador:
Somos parte del universo que estamos mirando.
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