Mientras termino de enfocar la cámara del telescopio, contemplo la constelación del Cisne coronándome, flotando en el fondo oscuro de la noche. Es tarde, todo está en silencio. Solo el zumbido suave del motor del ordenador y mi propia respiración me acompañan. Apunto cerca de una de las alas del cisne. En la pantalla, poco a poco, toma forma una imagen: la nebulosa Medialuna.
Allí está.
A 4.000 años luz de la Tierra… pero frente a mis ojos.
Es difícil explicar lo que se siente al contemplarla en directo. Como si el universo respirara y exhalara belleza con cada estrella que nace y cada estrella que muere. Porque eso es lo que estoy viendo: una huella luminosa en el cielo dejada por una estrella que agoniza.
Su forma es inconfundible. Una burbuja irregular, brillante, casi una concha expandiéndose en el vacío. Y en su centro, como un corazón palpitante, brilla una estrella masiva de tipo Wolf-Rayet. Estas estrellas son raras y breves en la escala cósmica. Nacen como gigantes calientes y viven deprisa, quemando su combustible a una velocidad desenfrenada. Lo más impresionante es su constante pérdida de masa: lanzan al espacio enormes cantidades de gas mediante vientos estelares increíblemente veloces, miles de veces más intensos que los del Sol. Lo que observamos en la nebulosa Medialuna es el resultado de esos vientos chocando con el gas expulsado en fases anteriores de su evolución. Las estrellas Wolf-Rayet están en la antesala de la muerte, y su destino casi inevitable es estallar como supernovas. Son estrellas en un estado de furia terminal, que, incluso mientras desaparecen, crean belleza. Y algún día… esa explosión llegará. Un estallido tan potente que durante unas semanas eclipsará a todas las estrellas de su galaxia.
Pero no solo su forma me atrapa, también sus colores.
La nebulosa Medialuna no es una sola nota, es una sinfonía. Rojo intenso, como si el cielo sangrara luz, debido al hidrógeno ionizado. Pero también hay pinceladas de verde, dejadas por el oxígeno excitado. Y sutiles toques azules que delatan la presencia de helio. Cada color es una firma, un mensaje químico enviado a través del tiempo. La estrella del centro, con su radiación ultravioleta, ilumina y excita los átomos, haciéndolos brillar como fuego suspendido en el vacío. Y nosotros, desde aquí, lo leemos.
Me gusta pensar que la astronomía es una forma de escucha. No solo miramos el cielo. Lo escuchamos. Lo interpretamos. Lo sentimos. Porque esta luz que ahora entra en mi sensor… salió de esa estrella cuando en la Tierra aún no se había escrito un solo poema, cuando no existían ciudades, ni mapas, ni lenguas. Esta luz ha viajado durante cuarenta siglos para aparecer ahora, en mi pantalla, y decirme: “Aquí estoy. Así es como muere una estrella.”
Y yo, en la quietud de la noche, la contemplo en silencio.
Porque no hay palabras suficientes para agradecer a la oscuridad por permitirnos ver la luz.
A veces, me gusta imaginar que el universo escribe cartas con fuego. Que cada nebulosa es una página en su libro cósmico. Y que nosotros, breves como somos, tenemos el privilegio de leer unas pocas líneas.
La Medialuna, con su brillo tenue y su forma quebrada, parece una de esas cartas:
una despedida escrita en gas,
una danza de átomos en fuga,
una canción que aún vibra
mucho después de que la estrella haya dejado de cantar.
Y en ese silencio…
aprendemos a mirar.
Comentarios