No todos los días uno presencia una muerte estelar.
El 14 de junio de 2023, alrededor de la medianoche, me encontraba solo, en silencio, al lado de mi telescopio. Había pasado semanas observando el meteograma, esperando una noche sin nubes. Las previsiones no eran del todo favorables, pero algo dentro de mí insistía: sal, espera, mira.
Y entonces ocurrió.
El cielo, tímidamente, se abrió. Y ahí estaba: la Galaxia del Molinete, M101, deslizándose majestuosa por el campo de visión. Y en uno de sus brazos, una estrella moribunda, una supernova recién nacida. La SN 2023ixf.
Mi primera supernova.
Cuando disparé las primeras imágenes, con apenas dos minutos de exposición, ya se notaba: un punto nuevo brillaba entre los millones de luces de aquella galaxia. Un pequeño destello, pero cargado de historia, de violencia, de transformación.
Esa luz había partido de M101 hace más de 21 millones de años, mucho antes de que existieran los humanos, mucho antes de que la Tierra tuviera siquiera continentes tal y como los conocemos hoy.
Y esa luz había viajado todo ese tiempo, cruzando el vacío, para llegar justo a mis ojos, en esa noche única. ¿Cómo no emocionarse?
Pero, ¿qué había pasado realmente allá, en ese rincón remoto del universo?
La SN 2023ixf es una supernova de tipo II. Es decir, el final de una estrella supergigante, al menos ocho veces más masiva que nuestro Sol.
Durante millones de años, esa estrella había estado luchando contra la gravedad. Fusionando elementos más ligeros en su núcleo para generar energía: primero hidrógeno, luego helio, después carbono, neón, oxígeno… cada nueva etapa más intensa que la anterior.
Hasta que llegó al hierro.
El hierro es el final del camino. No se puede fusionar para obtener energía. Es como si la estrella, de repente, se quedara sin armas para seguir resistiendo su propio peso.
Entonces, el núcleo colapsa. En apenas una fracción de segundo, toda esa masa se precipita hacia adentro, los electrones se funden con los protones, se forman neutrones… y, de pronto, todo se detiene.
Y en ese instante, se desata el infierno: una onda de choque brutal que revienta las capas externas de la estrella. Una explosión tan poderosa que puede eclipsar a toda la galaxia que la contiene.
Eso es una supernova. Y eso fue lo que vi.
Una supernova no es solo una muerte. Es también un renacimiento. Porque esas explosiones estelares son las forjas cósmicas de los elementos pesados. El hierro de nuestra sangre, el calcio de nuestros huesos, el oro de nuestras joyas... todo fue creado en una supernova.
Cuando vi brillar esa luz en M101, no solo estaba viendo el fin de una estrella. Estaba viendo el origen de nosotros mismos.
Esa noche, bajo las estrellas, me sentí pequeño. Pero no insignificante.
Sentí que formaba parte de algo inmenso, hermoso, lleno de misterio.
Una supernova me enseñó que, incluso en la destrucción, el universo crea belleza.
Que incluso los finales pueden traer nuevos comienzos.
Y que mirar al cielo es también mirar hacia adentro.
Porque todos venimos de las estrellas.
Y, de algún modo, todavía les pertenecemos.
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