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Hay nubes que llueven agua, y hay nubes que llueven estrellas.
La Roseta es una de estas últimas:
una flor tallada en gas,
que al soplo de sus propias estrellas,
se abrió para sembrar nuevos soles en sus bordes.
Monoceros se alza en el cielo invernal. Y allí, justo entre las estrellas que duermen al borde de Orión, una figura familiar comienza a desplegarse: un anillo rojo, pleno de texturas, con un corazón oscuro como un silencio. Es la Nebulosa de la Roseta.
La imagen que hoy comparto fue capturada en una noche fría y despejada, mientras la cámara recolectaba fotones que partieron hace 1.600 años. Lo que aquí vemos no es el presente. Es una historia congelada en luz. Y como toda buena historia, comienza con una ruptura.
En el corazón de esta nebulosa habita NGC 2244: un cúmulo joven, lleno de estrellas azules del tipo O y B. Estas estrellas, grandes y breves como fuegos artificiales, emiten vientos a velocidades colosales. Esos vientos vaciaron el centro de la nube original, dejando atrás una región de gas ionizado: una región H II.
La Roseta no siempre fue un anillo. Alguna vez fue un nudo de gas oscuro, inerte y silencioso. Pero la aparición de NGC 2244 lo cambió todo. Con la fuerza de su luz, las estrellas centrales esculpieron una burbuja luminosa. El centro se vació. Las paredes, comprimidas por la presión del gas, comenzaron a brillar. Y la nube, que antes ocultaba su corazón, se volvió flor.
Pero aquí comienza el segundo acto: fuera del círculo central, donde el gas aún es denso y oscuro, han comenzado a formarse nuevas estrellas. Lo que los astrónomos llaman "cúmulos incrustados": pequeños grupos de estrellas jóvenes, muchas de ellas apenas visibles en el infrarrojo, otras ocultas en el milímetrico o en rayos X.
Es como si el corazón estelar hubiera activado una segunda ola de nacimiento. Como si la destrucción central hubiera sembrado vida en los bordes. Algunos de estos nuevos cúmulos reciben nombres técnicos: PL01, REFL08, PL07... pero en la imagen solo aparecen como filamentos y nudos: zonas donde la luz se acumula, o donde la oscuridad resiste.
Las observaciones revelan una secuencia: las estrellas más viejas están en el centro, las más jóvenes en los bordes. Como si una piedra se hubiera lanzado al agua del cosmos, y las ondas de nacimiento se hubieran expandido hacia afuera.
Y sin embargo, hay tensión en esta belleza. Las mismas estrellas que crean también destruyen. La luz ultravioleta puede evaporar los discos protoplanetarios antes de que un sistema solar pueda nacer. La vida y la muerte, en la Roseta, están separadas por apenas unos años luz.
Esta imagen, la que he capturado, es parte de ese relato. Cada filamento, cada brillo rojo, es un capítulo en un libro que sigue escribiéndose. La luz que recogemos no es una decoración astronómica: es evidencia. Es un documento del tiempo. Y al mirar esta nebulosa, al editar cada exposición, uno no puede evitar sentir que está tocando una historia viva.
Porque la Roseta sigue soplando. Y en sus bordes, estrellas nuevas siguen abriendo los ojos.
Una flor de gas. Un corazón azul. Un anillo que da a luz.
Eso es lo que ha llegado esta noche a mi sensor. Eso es lo que hoy comparto contigo.
Referencia: Román-Zúñiga, C. G., & Lada, E. A. (2008). Star Formation in the Rosette Complex. In B. Reipurth (Ed.), Handbook of Star Forming Regions, Vol. I (pp. [page range]). Astronomical Society of the Pacific.
Nebulosa de Roseta _SW80ED _ ZWO ASI533MC Pro _179LIGHTS _ 60.00 _1x1 _ 150 _ -10.10 _2024-01-21
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