Santa María del Tiétar, 03:12 a.m.
El rocío ya ha invadido los helechos. Bajo el bosque, el telescopio —un modesto SW80ED— apunta al noreste, justo por encima de los perfiles oscuros de la Sierra de Gredos. Las luces del pueblo han quedado atrás. Solo queda el silencio del sensor, apilando fotones uno tras otro. Frente a mí, capturada en largos minutos de exposición, aparece S171: una nebulosa irregular, perlada por el cúmulo joven Be 59. Un fragmento de cielo donde las estrellas no solo nacen: combaten.
La imagen que se va revelando en el portátil —tras decenas de lights, darks y flats ensamblados in situ— no muestra la violencia, pero la sugiere. Lo que parece una nube suave, lo que el ojo percibe como bruma cósmica, es en realidad una escena de alto voltaje entre radiación, gas y gravedad.
Treinta y tres años atrás, Yang y Fukui decidieron mirar más de cerca esa aparente quietud. Utilizaron no ojos, sino moléculas. Observando las líneas de emisión del monóxido de carbono —, y — cartografiaron la arquitectura molecular de S171 como quien explora un castillo a oscuras, guiándose solo por los ecos.
Y los ecos hablaron claro: en el corazón de S171, cerca de Be 59, yacen dos cúmulos moleculares densos, con una masa combinada de unas 600 veces la del Sol. En apariencia, dormidos. Pero los espectros decían otra cosa.
El gas no fluía de forma tranquila. Las líneas de y no eran simétricas. Estaban deformadas. Cortadas. Torcidas. Señales inequívocas de que algo —o alguien— estaba perturbando su descanso.
Y ese alguien no era otro que el cúmulo estelar cercano. Las estrellas recién nacidas, como jóvenes titanes incandescentes, lanzaban frentes de ionización hacia la nube vecina. Choques, ondas, presión… la escultura violenta de una frontera que separa la región H II del gas molecular virgen. Allí, donde el gas se comprime y se calienta, nacen nuevas estrellas o mueren las semillas de otras que no llegaron a ser.
Una de las crestas más brillantes del continuo de radio coincidía perfectamente con uno de los grumos de gas perturbado. Como si el propio cielo estuviera revelando el instante en que una estrella toca una nube y la obliga a cambiar.
Podríamos pensar en esta escena como en un relato mitológico: una región H II —ese mar de hidrógeno ionizado, caliente, expansivo— como un dios irascible que empuja su voluntad sobre los valles fríos donde habita la materia en formación. La nube molecular, densa y frágil, como un templo de posibilidades que se enfrenta a la tempestad de la creación.
O, si se prefiere otra imagen, una sinfonía donde el viento estelar toca con violencia los tambores del gas, rompiendo la melodía previa para dar paso a nuevos acordes: nacimientos, colapsos, caos organizador.
Epílogo bajo las estrellas
Ya casi amanece. La señal del sensor se debilita con la llegada de la luz solar. Pero en la imagen que conservo —y en los datos que Yang y Fukui le arrancaron al cielo hace décadas— hay una advertencia: nada en el universo es estático. Donde vemos belleza, hay conflicto. Donde vemos neblina, hay arquitectura. Y donde vemos calma, a menudo hay una historia de colisión entre luz y sombra.
Sharpless 171 no es solo una nebulosa. Es el testimonio de un diálogo invisible entre lo que ya arde y lo que está por arder. Entre las estrellas que emiten órdenes y las nubes que obedecen, se resiste o, a veces, se encienden también.
Referencia:
Yang, J., & Fukui, Y. (1992). Estudio de CO de Sharpless 171: evidencia de interacción entre la región H II y su nube molecular vecina. Revista Astrofísica, 386, 618. https://doi.org/10.1086/171043
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