La galaxia M101 y sus regiones H II






Hay noches bajo las estrellas…

en las que uno siente que el cielo se detiene.

En estas últimas noches de abril, apareció ante mí este remolino de luz.
Grande. Complejo.
Vivo.

La Galaxia del Molinete.
M101.
Una de las estructuras más bellas que el universo nos ha dejado ver.

M101 es una galaxia espiral.
Vive en la constelación de la Osa Mayor,
a unos 21 millones de años luz de nosotros.

Eso quiere decir que la luz que vemos hoy…
partió de allí cuando en la Tierra… aún no existíamos.
Ni ciudades,
ni lenguas,
ni memoria.

Solo el cielo,
y el futuro en forma de luz viajando hacia nosotros.

M101 es enorme.
Una de las galaxias más grandes que conocemos:
170.000 años luz de diámetro.
Casi el doble que la Vía Láctea.

Pero más allá del tamaño…
lo que más impresiona…
son sus brazos.

Espirales perfectas.
Tan definidas…
que parecen pintadas a mano.
Como si Antonio López hubiera tomado un pincel cósmico…
y las hubiera colocado una a una sobre el lienzo del espacio.

Y esos brazos… no están quietos.

Giran.

Se enroscan suavemente alrededor del núcleo galáctico.
Y lo hacen a una velocidad asombrosa:
unos 170 kilómetros por segundo.

Sí.
Más de 600.000 kilómetros por hora…
y ni siquiera lo notarías si estuvieras allí,
subido a uno de ellos.

En esos brazos habitan miles de millones de estrellas…
y algo aún más especial:
regiones donde las estrellas están naciendo.

Ahora mismo.

Se llaman… regiones H II.

Déjame contarte qué es una región H II.

Imagina una nube.
De gas. De polvo. Suspendida en el espacio.
Una nube fría. Silenciosa.

Hasta que algo la despierta.

Puede ser la onda expansiva de una supernova cercana.
O la presión de una nube vecina que la empuja.

El gas comienza a comprimirse.
La temperatura sube.
Y entonces, en su centro…
una estrella se enciende.

Esa estrella es como un faro ultravioleta.
Irradia energía.
Tanta…
que comienza a transformar el gas que la rodea.

El hidrógeno pierde sus electrones.
Se ioniza.
Y el resultado es… luz.

Así nace una región H II.
Y su brillo tiene una firma inconfundible:
el rojo intenso del hidrógeno excitado.
Aunque a veces, si hay oxígeno o azufre,
aparecen tonos verdosos, azulados…
como una aurora boreal galáctica.

Si observas M101…
verás un espectáculo de luces.

Pequeñas manchas rojas,
como brasas en una rueda de fuego.
Cada una de ellas…
es un nido de estrellas recién nacidas.

Y lo más fascinante:
esas regiones no están quietas.
Se expanden.
Empujan.
Se transforman.

Cuando una estrella masiva muere en una supernova…
la onda de choque vuelve a sacudir el gas.
Y el ciclo comienza otra vez.

Es un proceso sin fin.
Una sinfonía de nacimiento y muerte.

Una galaxia no es un objeto.
Es un ser vivo…
en escalas que escapan al tiempo humano.

Una fábrica de estrellas.
Una espiral que no cesa.

Ahora entiendo lo que vi aquella noche.

Que esas manchas rojas…
eran señales de nacimiento.
De renovación.
De cambio.

M101 no era solo una galaxia.
Era un mensaje.

Cada vez que apunto mi telescopio hacia ella,
veo algo más que luz lejana.
Veo paciencia.
Veo transformación.

Porque mientras sus brazos giran
y las estrellas nacen, brillan y mueren…
el universo nos está susurrando algo muy simple.
Pero muy profundo.

Sigue girando.
Aunque no lo veas… estás creando luz.

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