Vivimos inmersos en el tiempo,
y, sin embargo, no lo comprendemos.
Sabemos medirlo, predecir sus efectos,
pero no podemos atrapar su esencia.
Cuando intentamos definirlo, se disuelve.
Desde la Antigüedad, filósofos y físicos
han compartido una pregunta común:
la naturaleza del tiempo.
Heráclito vio en él un flujo incesante: “Todo cambia.”
Parménides lo negó: “Nada cambia.”
Y entre esas dos visiones —el devenir y la permanencia—
nació el enigma que aún nos desconcierta.
Para ti y para mí, el tiempo tiene dirección.
Recordamos el pasado, no el futuro.
Vemos envejecer, pero no rejuvenecer.
Todo apunta hacia una única flecha.
Piensa en la diferencia entre hacer planes para mañana
o recordar lo que pasó anoche.
Podemos proyectarnos hacia el futuro,
pero no intervenir en el pasado.
Intuitivamente, lo asumimos como normal,
pero esta asimetría cotidiana
es el reflejo de una ley profunda:
la flecha del tiempo.
Científicamente, entendemos bastante bien
cómo funciona esta flecha,
y la clave está en la entropía
y en la segunda ley de la termodinámica.
La entropía es una medida del desorden,
de la mezcla, de lo irreversible.
Es fácil unir café y crema,
pero jamás los verás separarse
por el simple hecho de revolver.
Todo a nuestro alrededor —el envejecimiento,
la memoria del ayer, la imposibilidad de "desmezclar"—
es un eco de la entropía que sube.
Sin embargo, la física revela una paradoja:
en el mundo microscópico, las leyes son reversibles.
Como en una película de billar proyectada al revés,
las colisiones no revelan si el tiempo avanza o retrocede.
En lo microscópico, el tiempo no tiene dirección preferida;
las ecuaciones funcionan igual hacia adelante o atrás.
En ese nivel, el tiempo no tiene preferencia.
¿De dónde viene, entonces, la irreversibilidad del mundo cotidiano?
La entropía da al tiempo su flecha.
Un vaso que se rompe no se recompone solo.
Una mezcla no se separa espontáneamente.
Sin energía externa, todo tiende al caos.
La flecha del tiempo apunta hacia la degradación.
Pero aunque entendemos cómo funciona la flecha,
no sabemos por qué existe.
Si la entropía siempre aumenta,
eso implica que alguna vez fue muy baja.
Y esa es la gran pregunta:
¿por qué el universo comenzó
en un estado de entropía tan increíblemente pequeño?
La cosmología aún no tiene respuesta.
Algunos la describen como un juguete de cuerda,
completamente cargado en el instante del Big Bang,
que desde entonces se ha estado relajando,
moviendo, agotando.
Eventualmente, todo se detendrá:
un universo quieto, frío, uniforme.
Una idea especulativa sugiere
que nuestro universo es solo una parte
de un Multiverso más vasto.
Tal vez la forma en que surgió de esa totalidad
explica su comienzo tan ordenado, tan especial.
No lo sabemos.
Pero lo estamos intentando.
Hay remansos de orden.
Una estrella que nace,
una flor que se abre,
una célula que se divide…
En sistemas abiertos, donde fluye energía,
la entropía puede disminuir localmente.
La vida es eso:
una isla de orden sostenida por una corriente de luz.
Incluso el universo entero, si es cerrado,
obedece a este principio:
su entropía global debe crecer.
Aunque aquí nazca una estrella,
allí colapsa una galaxia.
La dirección de la expansión cósmica,
la tendencia hacia el equilibrio térmico,
todo parece apuntar a un futuro más uniforme,
más frío, más silencioso.
En el mundo subatómico,
existen procesos que violan levemente la simetría temporal.
Y sin embargo, la mayor evidencia de la flecha del tiempo
no está en los átomos,
sino en nosotros.
Somos seres hechos de memoria.
Nuestro pasado es un archivo,
el futuro, un campo de probabilidades.
Recordamos lo que fue,
deseamos lo que podría ser.
Quizá no sea el tiempo el que fluye,
sino la conciencia la que lo talla.
Una corriente de instantes que se precipita hacia el olvido.
¿Es el tiempo una propiedad objetiva?
¿O un espejismo de la mente?
La ciencia no pretende agotar el misterio.
Su fuerza está en su humildad:
construye modelos,
aclara contornos,
ilumina preguntas.
Y, a veces, como ahora,
nos recuerda que lo fundamental —como el tiempo—
es inasible por completo.
Pero eso no significa que no merezca ser contemplado.
Quizá el tiempo no sea una flecha,
ni un río, ni un reloj.
Quizá sea —como dijo Borges—
una sustancia que respiramos sin entender,
un océano donde flotamos,
sin saber de dónde venimos ni adónde vamos.
Astrometáfora
La última luciérnaga
El universo es un bosque que arde lento.
Las estrellas —esas luciérnagas cósmicas—
titilan, danzan, mueren.
Cada una transforma el orden en calor,
la estructura en ceniza luminosa.
Y llegará un día,
más allá de todos los calendarios,
en que la última chispa se apague
y no quede nadie para recordarla.
Pero mientras tanto,
bajo este cielo que aún respira,
nosotros,
efímeros testigos del fuego,
seguimos escribiendo
con luz
contra la oscuridad.
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