Había una vez, allá arriba en el cielo, una pequeña Luna que giraba y giraba en círculos alrededor de su amiga, la Tierra.
—¡Mira cómo corro! —decía la Luna, dando vueltas por el espacio—. ¡Soy la más rápida bailarina del cielo!
La Tierra, que giraba lentamente sobre sí misma, sonreía al verla.
—Sí, Luna —le decía—. Pero ¿te has dado cuenta de algo curioso?
La Luna se detuvo un momento, flotando con suavidad.
—¿Qué cosa?
—Desde que empezaste a girar a mi alrededor, siempre me estás mirando de frente. Nunca me muestras tu espalda. Es como si... ¡solo tuvieras una cara!
La Luna se sorprendió.
—¡Es verdad! ¿Cómo puede ser eso? ¡Yo sí estoy girando!
Entonces apareció el Viento Solar, que todo lo escucha, y lo explicó con su voz dorada:
—Eso que haces, Lunita, se llama rotación sincrónica. Significa que cada vez que das una vuelta completa alrededor de la Tierra, también das una vuelta sobre ti misma. Así, como estás girando al mismo ritmo, ¡tu cara favorita siempre mira a tu amiga!
La Luna pensó y pensó… y sonrió.
—Entonces no es que no tenga otra cara… ¡es que la guardo para mí, para cuando estoy sola!
Desde entonces, cada noche, cuando miramos hacia arriba, vemos esa misma carita brillante, llena de cráteres y cicatrices.
La Luna no está quieta.
Está bailando con la Tierra, en un ritmo tan perfecto, que parece un abrazo eterno.
Y así, entre vueltas y susurros, la Luna y la Tierra siguen danzando…
sin soltarse jamás.
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