Cada mañana, cuando el abuelo Luis se servía su café, hacía lo mismo: removía lentamente la cucharilla y luego se quedaba mirando en silencio el remolino que se formaba en la taza.
—¿Qué ves ahí dentro, abuelo? —le preguntaba su nieta Alma, que aún bostezaba con su vaso de leche entre las manos.
—Veo el universo girando —respondía él, con una sonrisa en los labios y una chispa en los ojos.
Alma se asomaba con curiosidad al café oscuro y humeante. Solo veía espirales de crema y reflejos dorados. Nada más.
—¿Cómo puede haber un universo en tu taza?
El abuelo chasqueaba la lengua y guiñaba un ojo.
—Porque una taza puede ser un telescopio… si sabes mirar.
Y entonces, una mañana distinta, algo sucedió.
Cuando Alma removió su propia leche con cacao, el líquido empezó a girar de forma extraña. Se formó un espiral perfecto, como si una danza invisible lo dirigiera. Y en el centro… algo brilló.
De pronto, la cocina desapareció. Ya no había mesa, ni silla, ni cucharas.
Solo estrellas. Estrellas que giraban como copos de azúcar cayendo en el espacio. Una espiral de luz y misterio la envolvía. Era una galaxia. Y ella estaba en medio, flotando sin miedo, como si su taza hubiera abierto una puerta secreta.
Al fondo, una voz suave susurró:
—Todo lo grande comenzó siendo pequeño. Hasta el universo, un día, cabía en una cucharilla.
Cuando parpadeó, Alma estaba de nuevo en la cocina. Su taza temblaba un poco, y la cucharilla seguía girando sola, como si aún no hubiese terminado de contar su historia.
Desde ese día, Alma ya no preguntó más qué veía su abuelo en el café. Se sentaban en silencio, taza en mano, exploradores de galaxias domésticas. Y cada sorbo era una nueva constelación.
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