Toda travesía hacia las estrellas empieza por el estómago.
La nuestra comenzó en El Pequeño Luchador (Sotillo), donde entre calamares, morcilla y risas, alguien explicó la magnitud aparente con migas sobre el mantel.
A veces el universo se entiende mejor desde una mesa compartida.
Ya en casa de Berni, los cafés acompañaron la espera del anochecer. Mapas celestes sobre la mesa y una decisión clara:
“Esta noche vamos a por Albireo y M13”.
El cielo aún no se rendía, pero nosotros ya soñábamos con estrellas.
Cuando cayó la luz, desplegamos telescopios como criaturas expectantes en la pradera. Cada uno con su historia, su propósito. Conchi alzó su Dobson con la delicadeza de quien abraza un viejo amigo.
La empanada de atún de Los Artesones llegó como ofrenda terrenal para un banquete celeste.
Y entonces, el cielo se abrió.
La Luna, en fase creciente, mostró sus cicatrices a niños boquiabiertos.
Albireo brilló con su doble corazón azul y dorado.
M13 nos dejó sin palabras:
"Son 300.000 estrellas bailando juntas desde hace más de once mil millones de años".
Una breve clase de colores estelares —Arturo, Vega— despertó ojos curiosos.
Y justo a las 00:17, un bólido verde cruzó el firmamento, arrancando un “¡oooooh!” que aún resuena.
A las 2 de la madrugada, las linternas rojas parpadeaban como luciérnagas entre la hierba.
Cada quien desmontó su equipo en silencio, no por cansancio, sino por gratitud.
Porque lo que vimos esa noche no cabe en una foto.
Cabe apenas en el corazón.
Nos fuimos con los coches cargados de telescopios… y de algo aún más valioso:
la certeza de que el universo brilla más cuando se comparte.
"El mejor telescopio", dijo alguien,
"es el que se usa... y mejor aún, si lo usas con amigos."
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