Había una vez… un universo que aún no tenía estrellas.
Todo era oscuro y muy, muy silencioso.
No porque no hubiese nada, sino porque todo lo que había… estaba esperando.
Esperando a brillar.
Porque antes de que existieran soles, galaxias o planetas, el universo era como un gran suspiro tibio, lleno de gases muy simples: hidrógeno y helio, los más ligeros de todos. Flotaban sin prisa, como nubes sin forma, meciéndose en la cuna del espacio.
Un día —si es que puede llamarse “día” a algo sin luz—, algo comenzó a cambiar.
En una región muy, muy lejana, una de esas nubes de gas empezó a apretarse, a apretarse, a apretarse…
Como si estuviera a punto de decir su primera palabra.
La nube se calentó tanto por dentro, que de pronto...
¡Encendió su corazón!
Era la primera estrella del universo.
La primera luz que se atrevió a nacer en medio de tanta oscuridad.
Era enorme.
Tan grande como cien soles juntos.
Y su luz era tan intensa que viajaba veloz, como una flecha de fuego, iluminando lugares que nunca antes habían visto claridad.
Pero esta estrella no era como las que vemos hoy.
No tenía oro ni hierro en su interior. No tenía carbono ni oxígeno.
Era pura, hecha solo del aliento más antiguo del universo.
Y su fuego ardía con tanta fuerza, que vivió rápido… y brilló como nadie.
Durante unos millones de años —que para una estrella es apenas un pestañeo—, su luz danzó por el cosmos, contando su historia en silencio.
Y cuando llegó el momento de despedirse… no lo hizo con un suspiro.
No.
Se despidió con una explosión gigante, una supernova tan poderosa que esparció sus entrañas por todo el espacio.
De su corazón nacieron los primeros metales, los ingredientes para construir otros soles, otros mundos… y quizá, algún día, alguien que pudiera contar esta historia.
Desde entonces, cada estrella lleva un poco de esa primera.
Cada planeta.
Cada piedra.
Cada persona.
Y tú también.
Porque la primera estrella no solo trajo la luz.
Trajo la posibilidad de todo lo demás.
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