Una Luna que se mece

 



Mira hacia el cielo esta noche.

Allí cuelga, como ha hecho durante miles de millones de años,

una esfera de rocas silenciosas iluminada por el sol.


Pero no te dejes engañar por su aparente inmovilidad.

La Luna está viva en su quietud.

No porque respire aire —no hay atmósfera alguna sobre sus llanuras polvorientas—

sino porque respira en luz y sombra, en ciclos y oscilaciones, en ritmos antiguos que hemos aprendido a escuchar con los ojos.


En este momento, la Luna nos muestra un rostro casi completo: un 90% de su superficie visible brilla bajo la luz solar.

Pero hay algo más sutil ocurriendo.


La Luna oscila.

Se mece, muy lentamente, como un péndulo cósmico.

Este vaivén se llama libración,

y es un regalo de la geometría orbital:

la consecuencia de una órbita elíptica y una inclinación exacta.

Gracias a ella, vemos un poco más de lo que deberíamos.

La Luna nos revela, tímidamente, fragmentos de su cara oculta.

No toda, nunca toda, pero lo suficiente para recordarnos que incluso lo conocido guarda secretos.


Desde lejos, parece una esfera lisa.

Pero acércate —no con los pies, sino con la imaginación científica—

y verás que su superficie está tallada por el tiempo y el impacto.

Montañas sin atmósfera. Cráteres milenarios.

Valles que no han conocido el viento.

Es en el terminador, esa línea móvil que separa el día de la noche lunar,

donde este relieve se vuelve teatro.

Las sombras se alargan como columnas,

revelando una topografía que de otro modo permanecería muda.


Allí, donde la luz roza el terreno con ángulos bajos,

la Luna parece cobrar profundidad.

Los cráteres se alzan. Las paredes se desploman.

Y por un instante, podemos imaginar que caminamos por su superficie,

que somos testigos del relieve como lo haría un astronauta en la hora dorada.


La Luna también crece y mengua.

No solo en luz, sino en tamaño aparente.

Su distancia a la Tierra varía; hoy está a unos 401.000 kilómetros,

y ese cambio sutil altera su rostro en el cielo,

como si suspirara al acercarse… o se encogiera al alejarse.


Todo esto ocurre mientras seguimos con nuestras vidas.

Mientras millones de personas caminan bajo su luz sin saber que,

en este preciso instante,

la Tierra cuelga inmóvil en el cielo de la Luna,

desde un punto exacto de su superficie.


Es fácil olvidar que somos parte de este movimiento coordinado celeste.

Que la Luna que observamos es también un espejo,

que nos devuelve la mirada cargada de historia, de ciencia, y de misterio.


Mira de nuevo.

No es solo una Luna.

Es una cápsula del tiempo, un laboratorio sin atmósfera,

un poema orbital escrito por

 la gravedad y la luz.

Y cada noche, nos invita a leerlo.



En el cielo muy callado,
la Luna juega a un costado.
Aunque siempre está de frente,
se divierte, suavemente.

No camina, no da vueltas,
no hace piruetas resueltas.
Pero si miras despacio,
verás su secreto espacio.

—¿Te mueves? —pregunta el Sol,
desde su trono de arrebol.
—¡Claro que sí! —dice ufana—
¡me mezo cada semana!

Un día se inclina al oriente,
otro al poniente sonriente.
Sube un poquito la frente,
baja la cara silente.

Ese vaivén tan sutil
le hace cosquillas al perfil.
Se llama libración su juego,
¡como un columpio sin apego!

—¿Por qué lo haces? —dice Tierra.
—¡Para mostrar mi otra sierra!
Tengo cráteres y montañas,
valles, grietas y hazañas…

Pero no todos los ven,
hay que mirar bien, bien, bien.
Cuando el Sol roza mi piel,
surgen sombras de papel.

Allí donde el día acaba,
mi paisaje se alza y lava.
Y aunque parezca quietita,
¡mi danza es muy infinita!

Me acerco, me alejo, giro,
y en cada ciclo respiro.
Con mi luz, con mi figura,
cuento historias con ternura.

Y así pasa cada día
la Luna en su melodía.
Jugando sin hacer ruido,
bailando en su cielo unido.


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