Nut: El cielo que nos abraza

 



Cuando los antiguos egipcios levantaban la mirada…

no veían un cielo vacío.


Veían… a Nut.


Un arco azul estrellado…

un cuerpo tendido de horizonte a horizonte…

la madre que separa, y une a la vez,

el día y la noche…

la vida… y la muerte.



Su cuerpo, cubierto de estrellas, no era una pintura sobre un muro:

era el firmamento mismo.

Un cielo vivo.

Maternal.

Eterno.


En los tiempos más antiguos, Nut y Geb, la Tierra, permanecían unidos…

pero Shu, el aire, tuvo que separarlos…

para que el mundo pudiera respirar.

No fue un acto de violencia… sino de alumbramiento cósmico.



Desde entonces, su “abrazo sin fin” se transformó en un diálogo silencioso:

las lágrimas de Geb se hicieron Nilo…

y el suspiro de Nut… viento en las velas de las barcas solares.


Cada atardecer… el sol desaparecía en su boca.

Viajaba por su interior estrellado…

atravesando la noche y sus peligros invisibles…

y al amanecer… Nut lo devolvía al mundo.



Pero no era el mismo.

Según el Libro de la Vaca Celeste…

Nut lo rejuvenecía con leche de luz.

Era un nuevo sol… joven otra vez.



Los faraones pedían ser enterrados con amuletos de esa leche…

para que la muerte…

fuera también un renacer.


Su piel azul, hecha de lapislázuli traído de lejanas montañas,

evocaba el infinito (Heh)…

y las aguas primordiales del Nun.

Sus estrellas doradas… sudor de Ra… eran semillas de sol.


En el templo de Dendera, su cuerpo es un mapa vivo:

la columna vertebral… como Vía Láctea,

el ombligo… marcando la estrella polar,

el vientre… donde se dibujan constelaciones para guiar a los muertos,

las manos y los pies… tocando los cuatro pilares del cielo.


Allí… los sacerdotes la observaban para calcular las crecidas del Nilo.


Nut… cartógrafa de dioses…

y agrimensora de hombres.


Porque Nut no era solo una diosa…

era la forma en que los egipcios entendían el infinito…

el orden (Maat)…

y la protección materna que envolvía tanto al rey… como al campesino.


Su cuerpo estrellado recordaba que cada amanecer… es un renacimiento…

y cada anochecer…

una entrega confiada…

a la oscuridad protectora.


En los sarcófagos, su figura se extendía para recibir al difunto…

como recibía al sol… cada noche.

Era el vientre que acogía la muerte… y devolvía la vida.


En la tumba de Nefertari, susurra:

"Te cubro con mi azul… hijo mío…

hasta que renazcas… como Orión… en mi costado oriental."


En un tiempo sin telescopios… ni física moderna…

Nut respondía a las preguntas eternas:

¿De dónde venimos?…

¿Hacia dónde vamos?…


Nut encarnaba la paradoja:

del caos primordial (Nun)… nacía el orden (Maat),

y en su abrazo…

la eternidad se encontraba… con el instante.


El Himno a Nut la llama:

"La red que captura el caos… y lo devuelve como armonía."


Para los antiguos egipcios…

Nut no era solo el cielo.

Era la matriz cósmica donde todo nace… y todo regresa.

El puente… entre la vida y la muerte.

El cruce… del tiempo con el espacio.

El lugar… donde el orden y el caos… se encuentran y se reconcilian.


Su cuerpo estrellado… no delimitaba el universo:

lo contenía.


Y cada atardecer, cuando el sol se perdía en su interior…

se renovaba la certeza de que el ciclo continuaría.

De que la existencia entera… 

estaba envuelta.

Protegida…


Por una madre eterna…

cuyo abrazo es, aún hoy…

el propio tejido del cosmos.


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