El Sol no es solo esa esfera radiante que ilumina nuestros días: es una estrella, una forja de energía nuclear que sostiene la vida en la Tierra y moldea el equilibrio de todo el sistema solar. Aunque lo vemos como único, pertenece a la misma familia que las millones de estrellas que pueblan la galaxia. Su diferencia es la cercanía: a 150 millones de kilómetros, su luz y calor nos llegan como un soplo vital.
En su núcleo abrasador, donde la presión aplasta con 260 mil millones de atmósferas y la temperatura alcanza los 15 millones de grados, ocurre el milagro de la fusión nuclear. Cada segundo, 700 millones de toneladas de hidrógeno se transforman en helio, liberando la energía que enciende su fulgor. Esa energía viaja durante cientos de miles de años hasta escapar por las capas solares.
Primero atraviesa la zona radiativa y la zona convectiva, donde burbujean colosales columnas de plasma. Luego emerge en la fotosfera, esa frontera luminosa que llamamos superficie. Justo encima se alza la cromosfera, una franja rojiza y dinámica, poblada de espículas que se elevan como llamaradas efímeras. Es el lugar donde la actividad magnética del Sol se vuelve visible en filamentos y protuberancias.
Más allá, el viaje alcanza la corona solar, esa atmósfera fantasmal que arde a más de un millón de grados y se expande en el viento solar, un río de partículas que fluye hacia el espacio interestelar.
El Sol es plasma vivo, un océano de partículas cargadas que danzan bajo la fuerza invisible de los campos magnéticos. Allí nacen las manchas solares, las fulguraciones y las eyecciones de masa coronal que, cuando alcanzan la Tierra, pintan auroras en los cielos… o amenazan nuestras redes eléctricas y satélites.
Entender el Sol no es un capricho: es comprender el motor de nuestra existencia y anticipar sus caprichos cósmicos. El astro rey es, en verdad, el corazón palpitante de nuestro destino.
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