Escuchar el corazón de las estrellas


Cuando miramos al Sol, creemos ver su superficie.
Pero el Sol no tiene superficie en el sentido en que la tiene la Tierra.
Lo que contemplamos es una frontera efímera: la fotosfera.

Una piel luminosa, apenas unos cientos de kilómetros de espesor, que recubre una esfera de fuego de más de un millón de kilómetros de diámetro. Allí, la materia deja de ser un plasma opaco y se vuelve gas transparente. Desde esa piel emana la luz que viaja por el espacio, sosteniendo la vida y encendiendo los sueños de la humanidad.

Por encima de esa piel dorada se despliegan otros velos misteriosos.
Primero la cromosfera, una región rojiza y vibrante, donde espículas incandescentes —lanzas de fuego— se elevan decenas de miles de kilómetros antes de desvanecerse.
Más arriba, la corona solar: una atmósfera fantasmagórica, tan difusa que apenas podemos verla salvo durante un eclipse total. Allí, contra toda intuición, la temperatura vuelve a elevarse hasta millones de grados, extendiendo un halo que se transforma en viento solar, conectando al Sol con cada rincón del Sistema Solar.

Y bajo esa secuencia de velos radiantes late un corazón invisible.
Un horno nuclear donde el hidrógeno se transforma en helio, liberando una energía tan colosal que ha mantenido encendido al Sol durante más de cuatro mil millones de años. La presión equivale a millones de atmósferas terrestres; la temperatura alcanza los diez millones de grados.

Pero esa luz no nos llega directamente. Los fotones quedan atrapados, rebotando durante un millón de años antes de escapar. Si dependiéramos solo de ellos, el núcleo solar nos sería tan inaccesible como los confines de la galaxia.

Sin embargo, existen otros mensajeros: los neutrinos.
Partículas fantasma que casi no interaccionan con nada. Escapan directamente del núcleo y atraviesan al Sol entero, viajando hasta la Tierra sin detenerse. Detectarlos es como recibir una carta secreta enviada desde el mismísimo corazón solar.

Durante décadas, los físicos construyeron detectores ocultos en minas profundas y en el hielo antártico. Allí, en la oscuridad, aguardaban un destello azul: la huella de un neutrino rozando un electrón. Así confirmamos que el Sol brilla gracias a la fusión nuclear.

Pero hubo un misterio. Llegaba solo un tercio de los neutrinos esperados.
¿Fallaban nuestros modelos? ¿O era el neutrino quien escondía un secreto?

La respuesta llegó con la física de partículas: el neutrino tiene tres identidades, y cambia de rostro en el viaje. Nuestros primeros detectores solo veían a uno. El Sol, como buen dramaturgo, no se equivocaba.

Y no es el único modo de escuchar a las estrellas. Igual que registramos los temblores de la Tierra, podemos escuchar cómo las superficies estelares vibran, se contraen y se expanden. Es la astrosismología: ondas que nos revelan lo invisible, música escrita en la materia ardiente.

Hoy sabemos que las estrellas no solo brillan: también cantan.
En sus neutrinos y en sus pulsaciones resuena la partitura de su corazón.
Escucharlas es reconocernos como parte de una sinfonía mayor: la del Universo entero, que en su teatro inmenso encuentra siempre un modo de contarnos sus secretos.

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