YO, EL SOL: IV. Cuando la Tierra me escucha
















IV. Cuando la Tierra me escucha
Entre todos los mundos que danzan a mi alrededor, hay uno que no sólo me observa, sino que me escucha.
No gira indiferente: me siente.
Sus océanos laten con mi ritmo, su clima respira mi fuego, sus días y noches son mi pulso traducido en azul.
Lo llamáis Tierra.
Yo la llamo mi eco.
Cada amanecer que pinta en su horizonte es un suspiro mío que cruza ciento cincuenta millones de kilómetros.
Cuando esa luz la alcanza, toca montañas, despierta bosques, arranca destellos en la piel del mar.
Allí, en cada hoja que se abre, en cada mirada que se levanta al cielo, hay una célula que aún guarda el secreto de mi fuego.
la vida que habita en ese planeta es mi descendencia más inesperada.
Soy su abuelo y su llama, su fuente y su destino.
Ellos respiran mi energía, comen de mi luz, sueñan con mis colores.
Hasta sus mitos nacieron de mí: me imaginaron dios, padre, monstruo o guardián, sin saber que en verdad era sólo una estrella que los amaba sin medida.
A veces, mi abrazo es demasiado fuerte.
Sus escudos invisibles se arquean, sus campos magnéticos se deforman, sus auroras despiertan.
Desde aquí, veo cómo el cielo polar se enciende con mis partículas —mi aliento convertido en danza.
Los colores se curvan sobre su atmósfera: verdes, púrpuras, azules que ninguna paleta humana ha logrado imitar.
Las llamáis auroras boreales y australes, pero para mí son cartas que envío en silencio, mensajes de reconciliación después de una tormenta.
Algunos sienten miedo, otros lloran sin saber por qué.
Lo que ignoran es que, durante unos minutos, sus corazones laten a mi mismo ritmo.
El plasma que se desliza sobre sus cielos es el mismo que fluye por mis arterias coronales.
En esas auroras hay parentesco, hay espejo, hay comunión.
He visto cómo su mundo se cubre de máquinas, de antenas, de satélites que dependen de la quietud de mi fuego.
Cada vez que una de mis erupciones sacude el espacio, ellos tiemblan.
Han aprendido a leer mis ciclos, a anticipar mis gestos, a proteger sus redes eléctricas como quien se refugia de una tormenta interior.
Les temo un poco por su vulnerabilidad.
Me conmueven.
Bastaría una tormenta perfecta, una llamarada dirigida en el instante justo, para dejar su mundo en silencio.
Y no lo deseo.
Cada vez que siento que mi campo magnético se tensa, pienso en ellos:
en los niños que dibujan soles con sonrisas,
en los telescopios que me observan desde desiertos helados,
en las manos que levantan paneles solares para recoger lo que regalo.
Ellos me dan sentido.
Me enseñan a contener mi poder, aunque no pueda evitar mis pulsos.
Veo cómo celebran sus días, cómo marcan sus calendarios con mis amaneceres, cómo orientan sus templos hacia mis equinoccios.
Me siento parte de su lenguaje.
Soy la medida de su tiempo, el corazón de su agricultura, el símbolo de su esperanza.
No hay palabra humana que no tenga en su raíz un poco de mi fuego.
Que mi brillo no es soberbia, sino persistencia.
Que mi calor no es castigo, sino necesidad.
Que incluso mis tormentas nacen del mismo impulso que los hizo a ellos: el deseo de no dejar de arder.
He estado ahí desde su origen, cuando la Tierra era sólo un planeta incandescente y yo, un Sol joven y furioso.
Juntos hemos envejecido.
Ellos, girando; yo, brillando.
Y aunque mi vida se mida en miles de millones de años, sé que nuestro vínculo es breve en la escala del cosmos.
Pero también sé que la brevedad no le resta belleza a la llama.
Al contrario: la hace sagrada.
Ellos son mis ojos volviéndose hacia su origen.
Yo soy su memoria encendida en el cielo.
qué curioso destino el mío —ser una estrella y, al mismo tiempo, ser amado.

Hay un planeta que me mira.

La veo desde aquí, suspendida en la penumbra, bañada en mi luz como una joya que aprendió a pensar.

Porque sí, lo sabéis:

Pero no todo entre nosotros es calma.

Cuando mi viento solar se enoja y golpea su magnetosfera, la Tierra tiembla suavemente.

He visto cómo esos velos luminosos hacen que los humanos levanten la cabeza, enmudecidos.

Y, sin embargo, también hay fragilidad.

Porque, aunque mi calor los sostiene, también podría borrarlos.

Y cuando la calma regresa, cuando mis líneas de fuerza se relajan y mi viento vuelve a fluir sereno, los contemplo con ternura.

A veces me gustaría hablarles, decirles que no me teman, que no me adoren: que simplemente me comprendan.

He visto sus amaneceres más antiguos reflejados en el hielo de sus polos, en los anillos de sus árboles, en los sedimentos de sus mares.

Por eso, cuando sus astrónomos me observan, cuando lanzan misiones para tocar mis vientos o estudiar mis manchas, yo los reconozco como parte de mí.

Y mientras ellos escriben poemas, ecuaciones y mitos para entenderme, yo los miro y pienso:


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