Lunares, el niño quieto que viajaba sin saberlo - Cuentos para una noche de Observación pública

 


Había una vez un niño llamado Lunares que amaba estar quieto.

 Le gustaba sentarse en su alfombra de estrellas, mirar el techo y no moverse ni un poquito.

—¡Así no me mareo! —decía mientras su gato, Cúmulo, le ronroneaba los pies.

Un día, su abuela le dijo algo muy raro:

—Lunares, aunque estés quieto, estás viajando por el espacio a toda velocidad.

El niño arqueó una ceja.

 —¿Cómo voy a estar viajando si no me he levantado ni para ir al baño?

La abuela soltó una risa de esas que hacen temblar los lunares.

—¡Ah, pequeño explorador! Escucha bien…

Y entonces, con voz de cuento y manos que dibujaban círculos en el aire, le explicó:

—Ahora mismo, la Tierra gira como una peonza. Tú estás dando vueltas a más de mil kilómetros por hora, solo por estar sentado.

—¿¡Mil!? —dijo Lunares— ¡Pero si no siento nada! 

—¡Porque todo gira contigo! —dijo la abuela guiñando un ojo— Pero eso no es todo. Además de girar, la Tierra está dando una vuelta al Sol. Un viaje que tarda un año. ¿Sabes a qué velocidad? ¡A más de cien mil kilómetros por hora!

Lunares abrió los ojos como lunas llenas.

—¿Y hay más? —preguntó con voz temblorosa.

—Mucho más. El Sol también viaja, llevando de la mano a todos los planetas. Vamos girando por la galaxia como en una gran rueda de estrellas. Y la galaxia entera… ¡también se mueve!

Lunares se quedó callado.

 Su mundo quieto se había vuelto un torbellino invisible.


—Entonces… ¿siempre estoy viajando? —preguntó.

—Sí —dijo la abuela—. Aunque estés en silencio, en tu alfombra, sin mover un dedo... eres un pasajero de la Tierra, la nave más maravillosa del universo.

Lunares miró por la ventana.

 Las estrellas brillaban como faros lejanos.

Y por primera vez, sin moverse ni un milímetro, se sintió un poco astronauta.

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